INTERVENCIÓN DEL LICENCIADO ARTURO NÚÑEZ JIMÉNEZ EN LA CELEBRACIÓN DE LA PROMOCIÓN 1966-1970 AL CUMPLIR 50 AÑOS DE HABER EGRESADO DE LA ENTONCES ESCUELA NACIONAL DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO (UNAM) CIUDAD DE MÉXICO, 6 DE NOVIEMBRE DE 2021.
Al decir de José Ortega y Gasset, una "generación" supone una ‘sensibilidad vital’, diferente a la de las demás generaciones. Autor de la única teoría general de las generaciones -según testimonia su discípulo Julián Marías-, Ortega considera que una generación se constituye por los coetáneos nacidos dentro de una ‘zona de fechas’, no en una fecha única, que ubica en una duración de 15 años. En cada época se entreveran en la humanidad, esencialmente, tres generaciones que son contemporáneas: la que antecede y va de salida, la que recibe el legado de la precedente antes de dejar fluir su propia espontaneidad y estar en plenitud; y la que se gesta para el siguiente relevo, en una secuencia de continuidad con cambio que orienta el devenir de la historia.
Para Marc Bloch “los hombres nacidos en un mismo ambiente social, en fechas cercanas, por fuerza sufren influencias similares, especialmente durante su período de formación. La experiencia prueba que su comportamiento presenta, respecto a grupos sensiblemente más viejos o más jóvenes, rasgos distintivos por lo común muy claros. Esto sucede hasta en sus desacuerdos que pueden ser muy profundos. Apasionarse por un mismo debate, aunque sea en sentido opuesto, es todavía parecerse. Esta comunidad de huellas, que proviene de una comunidad de una época, forma una generación”.
En sentido riguroso, quienes hoy convocamos este convivio formamos parte de una misma generación a la vez que de una misma promoción universitaria, la de 1966-1970, como egresados de la entonces Escuela Nacional de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México. Estamos muy orgullosos de ello y valoramos plenamente las enseñanzas recibidas de nuestros maestros y maestras.
En aquellos años prevalecían en la enseñanza de nuestra disciplina las teorías del desarrollo, el estudio de los términos de intercambio y empezaba a criticarse el modelo de sustitución de importaciones y el proteccionismo que habían dominado en América
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Latina desde la Segunda Guerra Mundial. En lo macroeconómico, el pensamiento dominante era de corte keynesiano y como opción alterna se proponía el socialismo de los países con economía centralmente planificada.
En la ENE se buscaba la reforma de los planes y programas de estudio a nivel licenciatura y se iniciaba la discusión sobre la maestría. Para esos efectos se había creado el Centro de Economía Aplicada (CE), en lugar de la antigua materia de laboratorio, buscando varios fines, entre otros el del reforzamiento del instrumental matemático- estadístico-contable aplicado a la economía; así como se impulsó la División de Estudios Superiores.
En la UNAM se buscaban opciones para la reforma universitaria. En nuestra Escuela se intentó el cogobierno a través de la creación y funcionamiento de la Comisión Mixta de Profesores y Alumnos, la cual -a decir verdad a la distancia de aquellos años- tuvo algunos logros relevantes y cometió algunos excesos, tales como que estudiantes que en febrero de 1967 habían entrado al primer año de la carrera, en mayo estaban votando el posible contenido de la maestría; en otro extremo, para dilucidar si los estudios de postgrado debían ser genéricos o especializados en los denominados ‘campos de profundización’, se llegaron a dar votaciones en aquella Comisión para optar ¡entre impartir materialismo histórico o matemáticas!
La ENE estaba super politizada. Incluso, un maestro de matemáticas, Jorge Carrillo, durante la impartición de una de sus clases, después de haber sido interrumpido en seis ocasiones por compañeros de distinta filiación ideológica-política para invitarnos a eventos que lo mismo tenían que ver contra la guerra de Vietnam, la solidaridad con Cuba, la difusión de la Revolución Cultural en China, que con otros temas afines. Después de la última interrupción, Carrillo empezó a preguntar nuestras edades -esto era en 1966- que fluctuaban entre los 18 y los 25 años en promedio, diciéndonos que nos admiraba mucho por ya querer arreglar el mundo siendo tan jóvenes, pero que “también
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había...muchachas, cine, teatro, conciertos, conferencias, ajedrez, dominó y otras muchas actividades” que nos sacaran de las preocupaciones políticas propias de aquellos tiempos.
En realidad, hacíamos las dos cosas: nos preocupábamos por el mundo y disfrutábamos sus logros en los sesentas, particularmente en el cine y la música. En estos años nos acompañó el rocanrol y muchos exponentes de esa época: Enrique Guzmán, Angélica María, César Costa y Alberto Vázquez, entre otros muchos mexicanos, así como los Beatles -los número uno en aquel entonces-, los Creedence, los Rolling Stones, Elvis Presley, Joan Báez y Bob Dylan, entre otras muchas luminarias extranjeras. También éramos radioescuchas de 6-20 “la música que llegó para quedarse” y pedíamos complacencias al 52 46 590 de “La pantera de la juventud”. Desde luego, oíamos la programación de Radio UNAM y asistíamos a conciertos de la Orquesta Filarmónica. Íbamos al cine a deleitarnos con películas como Blow Up de Antonioni o Roco y sus hermanos de Luchino Visconti, o al teatro para ver Diario de un loco de Nikolai Gogol protagonizada por Carlos Ancira y Fando y Luis de Fernando Arrabal y dirigida por Alejandro Jodorowsky. Leíamos de un tirón Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez y El Laberinto de la Soledad de Octavio Paz. Escuchamos al crítico de arte Antonio Rodríguez explicarnos la Coatlicue, el Hombre en Llamas de Orozco y el Garnica de Picasso. Con el Doctor Arturo Arnáiz y Freg visitamos la zona arqueológica de Cuicuilco. Nos embelesamos con los recitales de Pablo Neruda y de Eugeni Evtushenko. En el auditorio Narciso Bassols lo mismo apreciamos el arte de Bola de Nieve que los conocimientos de la señora Joan Robinson y de Celso Furtado. No podía faltar el asistir al Estadio Olímpico Universitario para apoyar a Los Pumas, nuestro equipo de fútbol.
Puede advertirse que había camaradería y que también disfrutábamos del buen humor de muchos maestros. En particular, recuerdo a Edmundo Flores, quien en una ocasión en clase nos dijo, palabras más, palabras menos: “Iba yo a recomendarles un libro, pero
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nada más lo entienden el 1% de quienes lo leen” -y haciendo con las manos el ademán de contarnos-, remató “y ustedes no son 100”.
En esas estábamos, cuando entramos al tercer año de la carrera en 1968, justo a la mitad de nuestro quinquenio escolarizado. Por esos somos, y podemos denominarnos con orgullo, parte de la Generación de ese año.
Ilán Semo refiere que a la pregunta de ¿qué fue 1968? Rudi Dutschke, el ‘niño terrible de Berlín’, procuró una respuesta breve y célebre a esta ya antigua interrogante: “1968 es, en resumen, la historia de unos estudiantes que salieron a la calle a exigir derechos elementales y acabaron subvirtiendo una época entera”.
Y es que, desde la Primavera de Praga, que en Checoslovaquia buscaba ‘un socialismo con rostro humano’ que reconciliara este régimen político y modo de producción con la democracia, pasando por el mayo de la rebelión estudiantil en Francia, los disturbios en Alemania Occidental, Italia, Reino Unido y Japón, entre los más relevantes, pero, sobre todo, en Estados Unidos de América, donde la reivindicación por la vigencia de los derechos civiles para la población afroamericana y la objeción de conciencia de los jóvenes contra el reclutamiento militar para la guerra de Vietnam, movilizó a amplios segmentos sociales de las nuevas generaciones para construir un mundo mejor, tanto en el Este como en el Oeste, división establecida durante los años de la llamada ‘Guerra Fría’.
A México le llegó su turno de participar en esta revuelta a fines de julio de 1968. Fue entonces cuando supimos que, a partir de un enfrentamiento menor entre estudiantes de nivel medio en el sistema educativo, hubo excesos policiacos que generaron los primeros reclamos de liberar a los detenidos e indemnizar a las víctimas del entonces existente Cuerpo de Granaderos de la Policía Capitalina. El conflicto creció y el movimiento rebasó a los granaderos e intervino el Ejército.
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La mañana del 30 de julio, los mexicanos todos -especialmente los estudiantes- nos estremecimos con la noticia de que, en la madrugada de ese día, en persecución de los jóvenes atrincherados ahí, el Ejército había derribado con un bazucazo el portón colonial del edificio de San Ildefonso, sede de la Preparatoria Número 1 de la UNAM. Del estupor inicial aquella misma mañana pasamos a la indignación y a la solidaridad con nuestros compañeros víctimas de aquellos hechos.
No estuvimos solos desde nuestras primeras acciones; de hecho, la conducta asumida de encabezar la movilización por parte de ese gran Rector de la UNAM que fue el Ingeniero Javier Barros Sierra, cambió el escenario político del país porque hizo surgir una “protesta legítima, en voz de una personalidad cuya autoridad moral estaba fuera de duda”, según una crónica de la época.
Primero, el mismo día 30 de julio hacia las 12 horas, Barros Sierra, desde la explanada de la Torre de Rectoría, izando la bandera nacional a media asta, nos dijo a los casi 10 mil asistentes ahí reunidos en forma espontánea: “Hoy es un día de luto para la Universidad: la autonomía está amenazada gravemente. La autonomía no es una idea abstracta; es un ejercicio responsable que debe ser respetable y respetado por todos...”
Posteriormente, el 1° de agosto, el Rector Barros Sierra, acompañado de los demás funcionarios universitarios, así como de los directores de escuelas y facultades, encabezó una manifestación de más de 100 mil estudiantes de la propia UNAM, el Instituto Politécnico Nacional y otras instituciones de educación superior. Con sentido visionario, como lo era Don Javier, dijo entonces: “Sin ánimos de exagerar, podemos decir que se juegan en esta jornada no sólo los destinos de la Universidad y el Politécnico, sino las causas más importantes, más entrañables para el pueblo de México...”
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El desarrollo y el terrible desenlace del Movimiento Estudiantil, lo conocemos todos. No se cumplió con los 6 puntos exigidos en el pliego petitorio concretado por el Consejo Nacional de Huelga, pero se ganó efectivamente en la toma de conciencia de los mexicanos -y especialmente los de nuestra generación- sobre las muchas batallas que deberíamos librar en el transcurso de nuestras vidas.
Compañeros y compañeras nuestros fueron encarcelados y tuvieron que dejar pendiente sus estudios que no concluyeron con nosotros. Otros más se radicalizaron y pasaron a formar parte de las guerrillas urbana y rural, ya que asumieron que se había cerrado para siempre la vía pacífica para la transformación de la vida nacional. La gran mayoría, regresamos a clases. Pero, parafraseando a Pablo Neruda en su Poema Número 20, podemos decir que “nosotros, los de entonces, ya no fuimos los mismos”.
De alguna forma supimos que la UNAM, institución más que centenaria para trasmitir conocimiento, investigar y difundir cultura, en 1968 luchó con sus estudiantes y profesores por la causa democrática de México. Una vez egresados en 1970, cada cual conforme a sus posibilidades y vocación se abrió camino profesional en la docencia, la empresa, el servicio público, la política, la administración universitaria, la práctica de la economía y un sinfín de actividades, con las cuales, cada quien desde su trinchera ha contribuido, más que con un grano de arena, a la construcción de México.
Porque podemos dar fe de la vigencia de las libertades de investigación y de cátedra que siempre han prevalecido en nuestra gloriosa Universidad, así como de su contribución eficaz a la movilidad social -de la cual somos claros exponentes- y al desarrollo del país en todos los órdenes de la vida nacional, creo interpretar el sentir de la gran mayoría de mis condiscípulos, al afirmar que hoy como ayer, estemos donde estemos, y hasta el final de nuestras vidas, mantendremos firme nuestro compromiso de luchar por el respeto irrestricto a la autonomía universitaria, ante las agresiones contra ella, vengan de donde vengan
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y sea quien sea el que las promueva. ¡La Generación 66-70 de la ENE sigue comprometida con nuestra máxima casa de estudios!
Se ha vuelto frase común decir que el cambio es la única constante en la historia de la humanidad. Es por ello que cada generación ha podido dar testimonio de las grandes transformaciones que le tocó vivir. De igual forma lo hace nuestra generación, con una diferencia específica respecto de todas las demás: la velocidad vertiginosa que caracteriza hoy los cambios en nuestras vidas personal y colectiva, que constituye la gran novedad de nuestro tiempo, basada en el progreso científico y tecnológico que ha llegado al punto, en una de sus manifestaciones más visibles en nuestra cotidianidad, de permitirnos transmitir mensajes a tiempo real desde cualquier punto de la tierra a otro, reduciendo a cero el tiempo de viaje requerido y la distancia recorrida para hacerlo.
Desde que en 1969 la humanidad realizó dos grandes hazañas, colocar al hombre en la luna y transmitirlo simultáneamente a tiempo real a todo el orbe, la “aldea global” referida por Marshall McLuhan en 1962 se ha convertido en una realidad entre nosotros. Y con ello hemos entrado de lleno a la era de la ‘contingencia permanente’, al decir de Zygmunt Bauman. Todo ello en los prolegómenos de la cuarta revolución industrial.
En los años vividos por nuestras generaciones pasamos de lo analógico a lo digital; avanzamos de manera significativa en el conocimiento de lo infinitamente pequeño y lo notablemente inmenso. Se hizo posible la robotización y la inteligencia artificial, a la vez que las neurociencias, los trasplantes de órganos vitales, el descubrimiento del ADN y la manipulación genética, han abierto rutas insospechadas para el conocimiento del ser humano y su desarrollo futuro.
También hemos sido protagonistas o testigos de la degradación ambiental y la reducción de la biodiversidad, así como de la necesaria transición energética y la acción decidida y oportuna contra el cambio
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climático. Se dio una aceleración en la producción y almacenamiento de armas nucleares, suficientes para extinguir la vida sobre la tierra, aunque también se avanzó en el control para su no proliferación y uso, con la toma de conciencia que de concretarse no habría al final ni vencedores ni vencidos.
La urbanización creciente con sus pros y contras, correspondida con el abandono y despoblamiento del ámbito rural, se han acelerado, generando problemas diversos a las sociedades y los gobiernos.
En lo social, hoy vivimos la exigencia legítima y radical por la igualdad de género, así como en los años sesenta nos tocó participar en la revolución sexual que impulsada tanto por la generalización en el uso de los anticonceptivos, el ejemplo de las comunas ‘hippies’, los movimientos estudiantiles y, de manera relevante, por el cine que como ’arte subversivo’, según la expresión del crítico Amos Vogel, derrumbó con temas e imágenes, dogmas, tabúes, prejuicios y verdades absolutas que sustentaban la censura, rebasando a los agentes primigenios -familia, escuela e iglesia- de la socialización humana y de la ampliación constante del horizonte de la cultura. Las luchas por el feminismo y la diversidad sexual, para bien de la humanidad, acompañadas por los avances de la medicina, han modificado la conformación de la familia tradicional y la esperanza de vida, la pirámide de edades y la demografía en su conjunto.
En paralelo a tan trascendentes avances, también hemos sido testigos de la ampliación de las desigualdades sociales, traducidas en amplios segmentos poblacionales cuya existencia transcurre en condiciones de pobreza transgeneracional, marginación y aún exclusión de los beneficios del progreso y la modernización. Con ello, y por otras muy diversas causas, se han ampliado las migraciones masivas, así como las patologías sociales, como el terrorismo y la delincuencia común y organizada.
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La cultura se ha ampliado y diversificado. Su desarrollo se ha nutrido tanto de la creatividad de intelectuales y artistas como de los cambios globales, el progreso técnico y la revaloración de las culturas de los pueblos originarios. Ante las pretensiones del pensamiento único, han prevalecido el pluralismo y el pensamiento crítico.
En el orden internacional hemos visto derrumbarse las grandes utopías e ideologías que movilizaron a la lucha política a muchas de las generaciones precedentes y en parte a las nuestras. Las han sustituido múltiples referentes de identidad que no se expresan ya en proyectos nacionales o en programas integradores, sino en demandas segmentadas, específicas, de grupos de la sociedad civil y de movimientos sociales que, a la derecha o a la izquierda del espectro ideológico-político, reivindican lo mismo derechos fundamentales del individuo, la etnia, la condición de pueblo originario, el separatismo, el cosmopolitismo y aún el resentimiento, que la situación de género, la pertenencia generacional, el trato a los migrantes o la confrontación pueblo-élites ante las desigualdades distributivas y los privilegios cada vez más visibles en la sociedad de la información.
Con las ideologías omnicomprensivas, también se derrumbó el orden político bipolar Este-Oeste y la denominada ‘guerra fría’, que caracterizó al mundo de la postguerra, período en el que nacimos los que formamos las generaciones aquí reunidas. Guerra fría que tuvo, sin embargo, al decir de Walter Lippmann, sus episodios ‘calientes’, como el bloqueo de Berlín, las guerras de Corea y Vietnam, la crisis de los misiles en Cuba y otros acontecimientos igualmente relevantes. Hoy hay una nueva distribución del poder mundial, cuyo centro hegemónico tiende a desplazarse de occidente a oriente. En lo político, la humanidad pasó del paradigma revolucionario al democrático.
A nuestras generaciones les han correspondido, sea como protagonistas, como coadyuvantes o como testigos, dos tareas fundamentales: los cambios de regímenes políticos y la transformación
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del modelo económico, tanto en el contexto internacional como en el nacional.
Apenas hace un poco más de treinta años, la caída del muro de Berlín en 1989 y la disolución de la Unión Soviética en 1991, con el consecuente derrumbe del comunismo en los países de Europa Oriental ubicados detrás de la llamada ‘Cortina de Hierro’, aunadas a las transiciones democráticas registradas en un gran número de países del sur y del este de Europa, de América Latina y del este de Asia, la democracia liberal y el capitalismo del libre mercado se levantaban como el régimen político y el sistema económico triunfadores en el desarrollo histórico de la humanidad.
Tres décadas después, en el mundo occidental la crisis de la democracia es un tema relevante en el debate político actual. Y, más aún, el retroceso, tanto en la calidad de las democracias consolidadas - como en los casos del Brexit en el Reino Unido y la elección de Trump en los Estados Unidos de América, por citar sólo dos ejemplos connotados-, como en la viabilidad de muchas de las democracias recién instauradas -como las de Brasil y México en América Latina-, constituyen un problema grave y real sobre su situación actual y sus perspectivas.
¿Qué fue lo que sucedió durante los últimos treinta años para que del ‘momento democrático’ en la historia mundial se pasara al ‘momento populista’, en lo que tiene de riesgo para aquel sistema de gobierno que Winston Churchill consideraba como “el peor diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás”? Desde luego son muchas las causas, de las cuales unas proceden del ámbito de la política y otras del de la disciplina, la economía, en la cual nos formamos profesionalmente quienes hoy aquí celebramos 50 años de haber culminado los estudios correspondientes.
En tanto conquista y ejercicio del poder estatal, la política enfrenta la mayor embestida en el cuestionamiento contra las instituciones
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representativas -por excelencia, partidos políticos, parlamentos y gobiernos- y aún contra la noción misma de representación- las proclamas de “que se vayan todos” en Argentina en 2001, y “no nos representan” en España en 2015, resumen este malestar en la democracia-. Este sentimiento proviene lo mismo de las fallas reales de tales instituciones, como del desempeño y resultados reportados por los depositarios de ejercer sus atribuciones. Todo lo cual proviene, a su vez, de los desafíos de la globalización económica y financiera; de la cada vez mayor complejidad de la vida pública en las modernas sociedades nacionales; y de la llamada revolución de las expectativas ciudadanas que con frecuencia desbordan las capacidades públicas reales, en términos de la denominada crisis fiscal del Estado, poniendo en riesgo la gobernabilidad y la gobernanza en muchos países.
Promesas incumplidas, hechas al calor de las contiendas electorales; casos frecuentes de corrupción; distancia creciente entre representantes y representados; desigualdad social y pobreza acentuadas, las que han venido a ser reforzadas por los estragos de la pandemia; mayor rigidez en la ‘ley de hierro de las oligarquías partidistas’, de la que escribió Robert Michels; políticas públicas ineficaces, especialmente en la lucha contra la delincuencia; deterioro del sistema de partidos e hiper personalización en la conquista y ejercicio del poder público, son signos distintivos que explican desde la política la desafección por la propia política y por los políticos.
Así pues, la crisis de la democracia tiene sus orígenes en múltiples causas, pero la gran novedad de nuestro tiempo son lo que Tzvetan Todorov denomina “los enemigos íntimos de la democracia” que proceden de lo que ocurre a su interior, así como de la pretensión de desvincular de las reglas democráticas los valores y las instituciones que les son consustanciales. Se trata, entre otros actores, de aquellos que llegan al poder con los instrumentos democráticos, y una vez en el poder, se abocan a demoler la institucionalidad democrática; en su actuar hacen prevalecer las emociones por encima de la razón, tránsito
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en el cual es fundamental el paso dado por la humanidad de la cultura escrita a la cultura de la imagen.
Sin pretensiones deterministas ni deformación profesional, quizá los cambios más relevantes vividos por nuestras generaciones tengan que ver con lo ocurrido en el ámbito de la economía y sus repercusiones en otros muchos aspectos de la vida social.
Recordemos que aún antes de concluir la Segunda Guerra Mundial, los Jefes de Estado y de Gobierno de los principales países aliados habían previsto la creación de instituciones y reglas para evitar repetir lo ocurrido al término de la Primera Guerra Mundial. Fue por ello que en 1944 se concretaron los Acuerdos de Bretton Woods para regular las relaciones monetarias y financieras internacionales, que crearon el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; en 1945 se estableció la Organización de las Naciones Unidas en la Carta de San Francisco; y en 1948 se trató de fundar en La Habana la Organización Mundial del Comercio (OMC), lo que no logró consenso, habiéndose instituido en su lugar el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (conocido como GATT por su siglas en inglés). La OMC se vino a concretar hasta el 1° de enero de 1995.
Las reglas básicas del sistema monetario surgido en Bretton Woods pueden resumirse en las cuatro siguientes: 1) el oro respaldaría todas las monedas nacionales, para lo cual cada país determinaría su valor en términos del metal precioso; 2) al tener como referente común el oro, la fijación de los tipos de cambio entre las distintas monedas se facilitaría y debían permanecer fijos; 3) el ajuste entre los tipos de cambio, al estar una economía nacional en desequilibrio, fuese deficitario o superavitario, podría hacerse libremente si la devaluación o la revaluación correspondiente no rebasara el 1% del valor de referencia; de rebasarlo, se requería de la intervención del FMI con el cual se debía acordar un programa de estabilización para asegurar el éxito del ajuste cambiario; y 4) la libre convertibilidad del dólar en el
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metal precioso de reserva, a razón original de 35 dólares la onza troy de oro.
Por esta última regla se denominó al sistema monetario internacional entonces diseñado como ‘patrón de cambio oro’, ya que se consideraba que “el dólar era tan bueno como el oro”, por ser los Estados Unidos de América el país que mayores recursos tenía del metal y el único, entre las grandes potencias de la época, cuyos territorio y economía habían salido intactos de la conflagración mundial. Por derecho propio, el dólar se convirtió en el medio de pago y la moneda de reserva por excelencia en las transacciones internacionales de todo tipo.
Para reconstruirse, Europa y Japón, así como el resto del mundo para sus propios fines, requerían de dólares para comprarle a los Estados Unidos y éste los aportó a través de las cuotas al FMI y al BM; préstamos del EXIMBANK; donaciones del Plan Marshall; inversiones extranjeras; gasto de turistas; las erogaciones hechas vía el sistema de bases militares de la OTAN y de la SEATO; así como de guerras como las de Corea y Vietnam. Todo ello bajo el supuesto de que cada dólar estaba respaldado por oro, según el precio pactado en Bretton Woods. El sistema funcionó exitosamente hasta los años sesenta.
El Tratado de Roma, firmado el 25 de marzo de 1957, que creó la Comunidad Económica Europea, antecedente de la Unión Europea, fue la primera señal de que los países europeos habían avanzado en su reconstrucción y ya querían disponer de sus propias monedas para sus operaciones intracomunidad, razón por la cual ya no requerían tantos dólares. Los años sesenta fueron muy difíciles para esta divisa, al punto que Francia exigió en 1967 se le devolvieran en oro 2 mil 500 millones de dólares conforme al compromiso de la libre convertibilidad pactado en 1944, a lo que Estados Unidos se rehusó, acrecentando la desconfianza en el valor de su moneda, ya que se reforzaba la creencia de que se habían emitido dólares por encima de las reservas de oro en la economía estadounidense. Con todo, los países europeos siguieron
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respaldando al dólar por ser la base de sus respectivas reservas monetarias internacionales.
Al presentarse en 1971 el primer déficit comercial de Estados Unidos, después de un período prolongado de ser la primera economía superavitaria del mundo, el Presidente Richard Nixon anunció el 15 de agosto de ese año -acaba de cumplir 50 años hace dos meses y medio- lo que denominó Nueva Política Económica, que incluyó como medida principal la unilateral ruptura estadounidense de los Acuerdos de Bretton Woods al desconocer el principio de la libre convertibilidad del dólar en oro. Milton Friedman afirmó entonces que “el mundo debía saber que un dólar valía un dólar y lo respaldaba solamente el poderío de los Estados Unidos de América”. A esa decisión le sucedieron el abandono de los tipos de cambio fijos, el surgimiento de la estanflación (estancamiento con inflación), la desvinculación de la economía financiera de la economía real y la consolidación del denominado euromercado que comercializaba el dólar fuera de su país de emisión. Al desvincularse del oro, hubo una sobreoferta de dólares en el euromercado, a la cual se vinieron a añadir a partir de 1973 los llamados petrodólares, acumulados por los países que formaban parte de la OPEP, con motivo del alza en el precio por barril de petróleo. La abundancia de dólares redujo su valor y las tasas de interés disminuyeron sustancialmente.
Fue entonces cuando los países latinoamericanos a la cabeza, pero también asiáticos y africanos, se endeudaron para hacer frente a sus propios problemas en el contexto de la crisis económica que era mundial por primera vez en la historia de la humanidad, pues incluyó a los países socialistas, lo que no había ocurrido durante la Gran Depresión de 1929. Para ocupar los dólares en exceso en los mercados financieros se prestó lo mismo a países subdesarrollados que de desarrollo intermedio; a productores o importadores de petróleo; con gobiernos democráticos o con dictaduras; para proyectos de inversión debidamente diseñados para su desarrollo que para gastos militares o consumo suntuario.
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En 1979, con la designación del Paul Volcker como Presidente del Sistema de la Reserva Federal, el banco central de los Estados Unidos, se empezó a aplicar una política monetaria restrictiva que buscaba resolver los problemas de la economía americana, atribuidos a la creciente intervención del Estado en la economía y al exceso de dólares circulantes. Tal política tuvo como consecuencia lógica el alza excesiva de las tasas de interés, lo que agravó la crisis de deuda de los países prestatarios que se vieron en dificultades para cumplir sus compromisos de pago, aspecto éste en el que México abrió brecha en las negociaciones para resolver el problema. Los dólares que regresaron a los Estados Unidos en busca de la mayor rentabilidad por las altas tasas de interés financiaron la reconversión industrial estadounidense encaminada a recuperar competitividad en el mercado mundial.
El modelo keynesiano
que había prevalecido como predominante
durante la postguerra, lo mismo en los centros académicos que en la
conducción gubernamental de la política económica de los más
importantes países capitalistas, que condujo a los denominados “años
dorados” de Bretton Woods, se fue deteriorando: declinó el Estado de
Bienestar y con él los mercados regulados, la fiscalidad progresiva, la
intervención estatal, los contratos colectivos, la seguridad social, el
régimen de jubilaciones y las políticas contracíclicas, entre sus
instrumentos más relevantes.
Vía la crisis de deuda, el monetarismo friedmaniano de los países
más desarrollados, se fue imponiendo a los países en desarrollo,
mediando la intervención del FMI y del BM.
La embestida contra el Estado se acentuó y entre 1978 y 1980 se
dio un punto de inflexión para el triunfo del llamado ‘neoliberalismo’. En
1978 Deng Xiaoping inició la liberación de una economía comunista, la
de China; en 1979, además de la llegada de Paul Volcker al banco
central estadounidense, se eligió a Margaret Thatcher como Primera
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Ministra de Gran Bretaña; y en 1980 Ronald Reagan fue elegido
Presidente de los Estados Unidos.
El recetario económico neoliberal, que tuvo como laboratorio la
política económica de Chile durante la dictadura de Pinochet, se
concretó en el denominado ‘consenso de Washington’, que resumió en
diez puntos las recomendaciones del FMI y del BM: disciplina
presupuestaria, reducción del gasto público, reforma fiscal (regresiva),
liberalización financiera, tasas de cambio competitivas, liberación
comercial, inversión extranjera, privatización de las empresas públicas,
desregulación de la economía y protección eficaz de los derechos de
propiedad. Joseph E. Stigliz, Premio Nobel de Economía 2001, sostiene
que este recetario se impuso por igual en los países en desarrollo que
en los excomunistas de la Europa Oriental, así como en Asia y África,
“sin respetar secuencias, ritmos ni matices nacionales”.
La globalización -sobre todo la de los dos circuitos que fluyen por
la red a tiempo real: los del dinero y la información, así como la
segmentación de la producción manufacturera a través de la ‘fábrica
mundial’-, estructuran una economía desterritorializada, especialmente
en los casos de los mercados financieros que constituyen un enorme
desafío para la política y los gobiernos nacionales cuyos ámbitos de
acción son territorios delimitados.
Hoy se reconocen dos vertientes de la globalización, que ya no se
limita al campo de la economía: 1) la ‘pactada’ a través de
convenciones, tratados y otros instrumentos del derecho internacional -
de la que son ejemplos destacados los de los derechos humanos y el
TMEC-; y 2) la desregulada o ‘salvaje’ que se impone a través de la
lógica del mercado global -como es el caso de los mercados financieros-
que por medios tecnológicos sumamente avanzados e instrumentos
derivados muy sofisticados se desplazan a gran velocidad a cualquier
parte de la geografía mundial. Según datos aportados en 2001 por
Zygmunt Bauman “las transacciones financieras puramente
especulativas entre monedas alcanzan 1 billón 300 mil millones de
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dólares diarios, un volumen 50 veces mayor que el del intercambio
comercial y casi igual a 1 billón 500 mil millones de dólares que suman
las reservas de todos los bancos nacionales del mundo”. No hay Estado
nacional que pueda resistir más allá de unos pocos días las presiones
especulativas de los ‘mercados’.
En 1994, con el llamado ‘error de diciembre’ y la secuela de fuga
de capitales, México volvió a abrir brecha en las crisis financieras del
neoliberalismo. A partir de entonces, muchos países han registrado
crisis de esta índole. La más importante y primera del Siglo XXI a nivel
mundial se inició en los Estados Unidos en 2008 con el derrumbe de los
mercados hipotecarios, que rápidamente se amplió a otros ámbitos
financieros y tuvo repercusiones generalizadas en casi todos los países.
El desarrollo de esa crisis financiera mundial puso de manifiesto
la impotencia de la política para regular el sistema financiero, así como
la red de complicidades y conflictos de intereses entre bancos,
aseguradoras y calificadoras, que requieren de una nueva arquitectura
financiera internacional, para la que no hay voluntad en los países
hegemónicos, donde se ha dado la captura del Estado por parte de las
grandes corporaciones multinacionales que se oponen a ello. Un
documental estadounidense sobre la crisis de las hipotecas reportó que
en Washington la industria financiera tiene laborando a 3 mil cabilderos,
quienes tienen a su cargo ‘persuadir’ a la Casa Blanca, el Capitolio, el
Departamento del Tesoro, el banco central, el BM y el FMI para que no
se adopte ninguna medida que pueda restringir en forma alguna la
condición libérrima conque circulan los flujos financieros.
No obstante la proclama neoliberal en contra de la intervención
del Estado en la economía, han tenido que ser los estados nacionales
los que han salido al rescate de bancos, aseguradoras y del sistema
financiero en general, en detrimento del gasto público destinado al
bienestar social de millones de seres humanos. Para ello, la austeridad
en las finanzas públicas es un instrumento fundamental. El politólogo
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español Fernando Vallespín sostiene con propiedad que “la política sea
ha convertido en red salvadora de la economía pero no en su auténtico
tutor”. La consecuencia lógica del ‘neoliberalismo realmente existente’
es la pérdida del consenso político en el cuerpo electoral, que tiende a
votar mayoritariamente contra los partidos en el poder, sean del signo
ideológico o programático que sean, y a favor de opciones extremas,
populistas o de franco perfil autoritario, que coinciden en ofrecer
soluciones supuestamente fáciles que ya en el gobierno no pueden
cumplir.
Es por ello que la política tiene que replantear su relación con la
economía, no para que la controle o la discipline como proponen
algunos, ni tampoco para que se atribuya una superioridad jerárquica
que la subordine, sino para retomar su contribución con una lógica
diferenciada a la mejor toma de decisiones, que reivindique a la vez a
la propia política y a la economía en aras de acrecentar el bienestar para
el mayor número de personas. Al respecto, la política debe hacer uso
de su diferencia específica, a la que hizo referencia David Easton
cuando conceptualizó que “la política es la única actividad capaz de
asignar valores en una sociedad con sentido de autoridad...”, distinta
por lo tanto de la racionalidad exclusiva del mercado sustentada en el
análisis del costo beneficio y la rentabilidad.
De lo que se trata es que, desde los organismos multilaterales
especializados, recompuestos en lo que se requiera, se someta a
control la globalización no pactada, la de los mercados financieros
salvajes, que deben ser regulados a partir de la coordinación y la
cooperación de las políticas macroeconómicas de los Estados
nacionales.
Como al inicio de nuestra vida independiente, la lucha por la
libertad, la democracia y el desarrollo debe darse simultáneamente al
interior del país y en el contexto internacional. De no ser así, seguiremos
viendo -como le ha tocado a nuestras generaciones- la pérdida de
oportunidades excepcionales para México, como la de su disponibilidad
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petrolera en los tiempos de los precios más altos en la historia de los
hidrocarburos, con todo y sus altibajos. De igual forma, habremos
desperdiciado también las promisorias ventajas derivadas de ser uno
de los socios comerciales más importantes del mercado con mayor
poder adquisitivo en la economía mundial, por ser sus vecinos, al no
articular debidamente el sector exportador con el resto de las
actividades económicas y las regiones del país.
Concluyo con este referente: al establecerse en 1966 el Tribunal
Russel, o Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra, su
Presidente, el filósofo inglés Bertrand Russel, concedió una entrevista a
la revista Tiempos Modernos dirigida por Jean Paul Sartre, quien la hizo
de entrevistador. En una parte de dicha entrevista, incisivo y hasta
provocador, Sartre cuestiona a Russel al preguntarle “¿qué puede hacer
un tribunal de conciencia ante la brutalidad del napalm?”. A lo que
Russel responde: “Todo. Absolutamente todo. El día en el que por
terrible o brutal que se dé el ser del hombre y sus acciones dejemos de
luchar por el deber ser de las cosas, habremos perdido la esperanza y
con ella lo mejor de la condición humana”.
Estoy cierto que la generación de economistas 66-70 de la UNAM,
al cumplir 50 años como egresados, seguiremos luchando por el deber
ser de las cosas en México, por difíciles que sean las circunstancias
nacionales e internacionales. Y ése habrá de ser el mejor legado que
podamos aportar a las nuevas generaciones, las de nuestros hijos, las
de nuestros nietos.